Nos enamoramos de las ideas, no de las personas. Alguna vez
escuche a un amigo decir esta frase, pero no le había prestado la atención
necesaria, pensaba que sólo era un comentario inútil que se le había ocurrido
para romper el hielo en alguna conversación. Pero el día de hoy me di cuenta de
toda la razón que tenía, me enamoré de una idea, un ideal, no de una persona
real. Me había enamorado de la mujer que creé en mi imaginación y no de la que
en realidad tenía enfrente, de la que me agarraba de la mano y me decía que me
quería. ¿Qué me llevó a esta situación? ¿En qué momento deje de diferenciar
entre lo real y la ficción? ¿En qué momento la puse en un pedestal y de manera
obstinada me negué a bajarla de éste? No sé. No lo sé. No sé ninguna respuesta
a estas preguntas, lo único que sé es que esto no es justificación alguna para
lo que estoy por hacer.
Muchos me han dicho que soy terco, que simplemente me
obsesiono en obtener lo que busco sin importar el costo que esto signifique.
Esto es cierto de alguna manera, muchas veces mis obsesiones son injustificadas
y exageradas, lo admito. Pero, es que ella era como mi obra de arte, una
escultura, una pintura, que ya estaba terminada, perfecta. Y que no podía
sufrir cambio alguno. Exactamente eso es lo que más odiaba de ella, su
terquedad de alejarse de mí, de mi ideal, de arruinar mi pintura. ¡No lo podía
permitir! Era mía, sólo mía, ni siquiera de ella.
Desafortunadamente para ella, nunca entendió con claridad
esto. No podía quedarme de brazos cruzados mientras ella, la mujer real, mataba
lentamente a mi mujer ideal. Por eso era necesario matarla, tenía que morir
para que pudiera seguir viviendo en mí.
-Me es completamente irrelevante tu obsesión con el Túnel de
Sabato. Cuándo entenderás que es sólo un libro, un cuento, una idea en la
cabeza de alguien. No es real y nunca lo será, sólo es tu fantasía- Me dio una
cachetada en la mejilla que logro que me comiera mis palabras. Se fue, azotando
la puerta a su partida. Se fue. El eco de sus golpes no dejó de retumbar en mi
cabeza toda la noche, me volvían loco. Esa fue la última vez que la vi. Nuestra
última discusión, nuestra última conversación, nuestro último contacto. Ese día
fue el día que decidí cual era su destino, mi destino.
Dejé de buscarla, de verla, de hablarle, mientras planeaba
su funesto destino. La empecé a seguir
una semana antes de la fecha indicada. Algo había cambiado en ella, sus ojos ya
no tenían vida, parecían muertos y eso ocasionaba en mí un inmenso deseo de
acabar con su vida. Su rutina era similar a la del día que la conocí.
Departamento, cafetería, universidad, librería, supermercado, departamento. El
mismo ciclo rutinario todos los días. Esta era la misma vida que había
idealizado de ella, perfecta. Pero sus ojos, había algo desagradable en sus ojos
que me decía que había cambiado. Y sobre todo, lo que más me impresionaba era
el hecho de que no le importara mi desaparición momentánea, después de lo mucho
que decía que me amaba.
Su vida era tan idéntica a cuando yo no estaba, a cuando la
conocí, como si yo hubiera sido un punto de inflexión en su vida, como si lo
que hubiera cambiado mi imagen ideal de ella fuera yo … ¡Tonterías! Qué tonterías estoy diciendo, yo no la puedo cambiar, ella cambió sola, por su
culpa, porque quiso, yo no tuve nada que ver con ese cambio.
Así pasaron los días de esa semana, ella con su vida normal,
con los ojos muertos y yo pensando por qué cambió tanto si era tan perfecta, y
sobre todo, por qué quiso arruinar a mi mujer ideal.
Llegó el día marcado en mi calendario. La esperé en la
esquina de su edificio. Cuando la vi salir de su departamento me quedé tan
sorprendido que por poco olvido la razón que me tenía parado ahí, esperándola. Se
veía hermosa, como nunca antes. Sus gruesos labios rojos, rojo sangre, su pelo
ondulado bajando por sus hombros, hermosa, simplemente hermosa. Se veía tan
libre, se movía tan libre, como si estuviera bailando con su destino, en un
baile sensual, con movimientos sumamente vivos, hasta que vi su cara de frente,
sus ojos, sus ojos muertos me veían. Unos ojos muertos, apagados. Como si en
realidad estuviera muerta, muerta por dentro y todo esa belleza y vitalidad que
su andar irradiaba fueran sólo una fachada, un engaño del cual yo era su
objetivo. Sabía que la quería matar, pero ya estaba muerta y no quería que yo
lo supiera. Siempre me engañó, siempre lo supe, siempre jugó conmigo y hacía
que hiciese todo lo que ella quería. Estaba decidido, todas las dudas se habían
disipado. Hoy moría.
La seguí, me adelanté hasta la cafetería, esperando su
llegada. No entró, pasó de largo con rumbo hasta la universidad. En la entrada
principal la esperaba su amiga, con un café. Al parecer su amiga estaba
interfiriendo con mi plan, arruinándolo. El resto del día siguió su curso
normal, de acuerdo a lo planeado, ella asistiendo a sus clases y yo contando
las horas para poderla tener entre mis brazos y lograr mi cometido. El profesor
de su última clase no llegó, me encontraba emocionado y ansioso al pensar que
mi plan se llevaría a cabo antes de lo planeado. Pero no, como siempre ella
estaba arruinando mi felicidad, queriendo a alargar su vida un poco más. Se
sentó en el jardín de la universidad, sola. Esperando para poder seguir con su
rutina, esperando para que yo pudiera seguir con mi plan. Y así paso la hora y media que
duraba su clase, ella sentada en el pasto fumando un cigarro, seguido de otro,
de otro, de otro. Mientras sus ojos muertos miraban a la nada. Yo estaba
sentado en una banca mirándola de espaldas, viendo como su vida se le escapaba
en forma de humo, en espirales, en círculos, alejándose de ella, desapareciendo
lentamente en el cielo, confundiéndose con las nubes. Las personas llegaban y
se iban, hablaban con ella, como si hoy fuera cualquier otro día en el
calendario, como si fuera cualquier día normal, como si en las próximas horas
no le fuera a pasar nada a esa mujer.
Salimos de la universidad a paso constante con rumbo a la
cafetería, olvidándonos de la librería y de la rutina de todos los días.
Entramos y nos sentamos en extremos opuestos de la cafetería, en el centro se
encontraba un pseudo poeta recitando a Sabines. Nunca aparté mis ojos de ella,
no podía permitirme el lujo dejar de admirarla, mucho menos hoy que se veía
incomparablemente bella.
Esa mujer y yo
estuvimos pegados con agua.
Su piel sobre mis
huesos
y mis ojos dentro de
su mirada.
Nos hemos muerto
muchas veces
al pie del alba.
La vi llorando, escuchando a ese cuasi poeta rendirle un
pseudo tributo a Sabines. Había ordenado un expresso doble cortado, raro, ella
no acostumbraba a tomar café por más que ésta fuera una de sus bebidas
favoritas. Tomo lentamente su expresso, parecía disfrutarlo más que lo que
disfrutaba la vida misma.
En la sombra estaban
sus ojos
y sus ojos estaban
vacíos
y asustados y dulces
y buenos
y fríos.
Allí estaban sus ojos
y estaban
en su rostro callado
y sencillo
y su rostro tenía sus
ojos
tranquilos.
Ella estaba esperando, mientras tomaba su café estaba
esperando. Agarró una servilleta y empezó a garabatear sobre ella, estaba
escribiendo. Terminó de escribir, terminó su expresso, pagó la cuenta y se fue.
¿Qué había en la servilleta? Ella no estaba esperando a alguien, ni había
hablado con persona alguna. Sólo estaba yo, acaso era yo el destinatario del
mensaje en la servilleta. No pude contener mi curiosidad, me levante y fui
directo hasta su mesa. Agarre la servilleta y la leí.
¿Podemos enamorarnos
de una imaginación? Quiero decir, del producto de la imaginación, no de la
imaginación en sí. Es tan absurdo como muchas veces en nuestras cabezas creamos
mundos donde superamos todos nuestros temores y creamos una realidad alterna
donde todo nos es posible. Pero al mismo tiempo hacemos este ejercicio con las
personas, jugamos a conocer extraños, los creamos, jugamos con ellos y en el
mejor de los casos nos enamoramos. ¿Acaso es posible amar una ficción? ¿Amar
una novela? Esto es algo que nunca sabremos que tan cierto es, pero lo que sí
podemos saber con certeza es que sólo aquella imagen que vimos fue suficiente
para crear un mundo alterno, donde preferimos vivir.
Lo único que amado en la vida es una novela, un cuadro y a ti.
J.P. Castel
Leer esa nota me lleno de una rabia absurda. ¿Quién era
Castel? ¿Por qué le escribiría esa nota a él? Salí corriendo de la cafería a
buscarla, había empezado a llover y la ciudad ya se encontraba acogida por los
brazos de la oscuridad, las bestias que se esconden de la luz ya habían
despertado. Mil demonios corrían por las calles buscando sus victimas de la
noche. Yo era uno de ellos. No la encontré bajo la lluvia, había desparecido.
Corrí junto con la lluvia hasta el edificio donde ella vivía.
Mi cara era una mezcla de lágrimas y gotas de lluvia
iluminadas por la luz de una sola ventana. Su ventana, la única ventana
iluminada en la oscuridad de esta noche. Era una luz tenue casi imperceptible,
pero que me mostraba el camino hacia ella. Apreté el cuchillo con mi mano
derecha y me dirigí hacia la terraza de su balcón. Entré en su dormitorio, ella
estaba frente a mi durmiendo, con la cara iluminada por su lámpara de noche. Estaba
tan tranquila, tan hermosa, tan ideal. Se veía exactamente como la mujer de mis
sueños, aquella mujer que fue alguna vez pero que ya no era más. No podía dejar
que esta mujer real siguiera matando a la mujer de mis fantasías. Le enterré el
cuchillo en su pecho.
Sus ojos se abrieron, pero ya no eran los ojos de hace unas
horas, de hace unos días, estos ojos estaban llenos de vida, mucho más vivos
que cuando los conocí, más vivos que la primera vez que posé mis ojos sobre
ellos y ellos se posaron en mí. Levantó la cabeza y se acercó a mí – Te amo,
gracias. No lo hubiera logrado sin ti, muchas gracias- Y me besó, me besó como
nunca antes me había besado. Con mi mano izquierda sobre sus cabellos la aleje
de mí, miré sus ojos vivos, sus labios rojos y la apuñale repetidamente con
rabia, una rabia que desbordaba mi cuerpo. Hasta que cerró sus ojos, hasta que
se apagaron.
Después de que consumara el ritual para poder conservar a la
mujer amaba fue que me percaté que me encontraba en su cuarto y que nunca antes
había estado en él. Al pie de su cama, colocado de una manera que fuera lo
último que viera en la noche y lo primero que encontrase su vista al alba, se encontraba
un bastidor con un cuadro. En la tela, en primer plano se encontraba una mujer
que miraba jugar a un niño, pero arriba, a la izquierda, a través de una
ventanita se podía ver una playa solitaria y una mujer que miraba el mar, lo
miraba como si estuviera esperando algo, algún llamado. Algo. El ver la escena
de la ventanita del cuadro causaba que me invadiera un profundo sentimiento de
soledad, de espera, sin saber qué es aquello que estaba esperando
solitariamente. Esto es lo que ella veía todas las noches, pero para qué. ¿Qué
es lo que estaba esperando? ¿Para qué ver todas las noches el mismo cuadro, que
causaba ese terrible sentimiento de soledad y de búsqueda?
Mientras mi cabeza se llenaba de estas y otras dudas, miré
su tocador, al pie de su espejo se
encontraba una foto, una foto nuestra en blanco y negro. Era del día que nos
conocimos. Tenía algo escrito al pie de la foto – Pablo Castel y María Iribarne
por siempre juntos. - ¿Qué significaban
esos nombres?
Esta noche había traído más dudas que soluciones ¿Por qué me
agradeció cuando la estaba matando? ¿Qué relación tenía ella con el cuadro al
pie de su cama? ¿Por qué nuestra foto tenía esos nombres? Ya no me encontraba
seguro de si al matarla había logrado preservar a mi mujer ideal o si la había
ayudado a que se acelerara la destrucción de mi mujer ideal. ¿Había logrado mi
cometido o era una pieza más en su juego que la había ayudado a cumplir su
meta? Cuando me di cuenta mis ojos estaban llenos de lágrimas y me costaba
respirar.
Me acerqué a su cuerpo inerte, empuñé con mi mano derecha el
cuchillo, dispuesto a sacarlo de una vez de su pecho, cuando me llamó la
atención un libro que se encontraba en su mesa de noche, al lado de la lámpara
que tenuemente iluminaba el cuarto, el único cuarto con vida de todo el
edificio. Era el Túnel de Sabato, su novela favorita. Dejé el cuchillo y agarré el libro. No era un libro viejo pero el uso lo había gastado hasta los extremos,
las tapas y las orillas estaban sumamente gastadas, tuve que abrirlo con
cuidado ya que parecía que estaba a punto de desojarse, de morir. De todo el
libro sólo una página estaba separada de las demás, tenía una pequeña tira de
lienzo que la señalaba. En esa página estaba una frase subrayada a lápiz, con
una fina y perfecta línea: “Y usted cree que esto es una casualidad, pero no es
una casualidad, nunca hay casualidades”.
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