Mariana duerme abrazada a mí. Puedo sentir su respiración como un alma que bombea satisfacción a partir de cada latido de su corazón. Su cuerpo desnudo irradia un calor que me gusta, y es una mujer hermosa. Pelo castaño oscuro, ojos grandes y poco pelo en los brazos. Me derrito un poco sobre su pelo y le beso la frente, pero no la amo. Tenemos sexo como dos profesionales, sin sentimientos, puros impulsos pasionales. Basura terrenal que no me sirve de nada.
Recorro toda su piel con la punta de mis dedos, una ardiente caricia que no tardará mucho en volver a activar el deseo. Cumplo con el ritual en modo automático: las caricias llevan a los besos, los besos al juego y el juego al grito que se escucha hasta la planta baja del edificio. De nuevo dormir y tal vez volver a tener sexo al despertar, porque es lo que todo mundo debería de hacer a primera hora del día. Y ésta es la aburrida rutina que cumplo de vez en cuando, hacer gritar a muchas Marianas mientras sigo enamorado de Sandra. Amándola pero también renunciándola.
Huir de Sandra y brincar de una realidad a otra, derribar los puentes que hace mucho construí. No lo hago porque no la ame o haya dejado de hacerlo, sino porque ella es la Maga que tanto tiempo estuve preguntándome si encontraría, sin estar listo para hacerlo. A veces veo a Sandra parada delante de mí, lista para saltar a mis brazos y hacerme caminar sobre el paisaje de la luna con sus besos. Pero los paisajes no se pintan de la noche a la mañana, y menos aún cuando no estoy listo para aprender a caminar sobre ellos.
Por eso pierdo el tiempo con las Marianas; con ellas sólo se trata de satisfacer pasiones. No hay lunas que me inciten a enamorarme: sólo pequeños astros luminosos que se consumen en el fin de cada acto. Pero, ¿cómo explicarle a cada Mariana que ella no es Sandra?
Y ese es el problema de cada fin de semana: no importa si son Marianas o Gabrielas... Ninguna de ellas es Sandra.
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