La ventana cedió. Una sombra se
adentró silenciosamente en la casa azul, había entrado con un solo propósito.
Caminé lentamente apoyándome en la pared con mi brazo izquierdo, recorrí el pasillo hasta la escalera; arriba otro
pasillo, a la derecha una sala de estar, luego la puerta que seguía
abierta y el cuarto desocupado. No quise
encender la luz, el candil de la luna se filtraba por la ventana.
Me acerqué a la mesa de luz para
recuperar mis cartas y vi, arriba de la cama, el último corsé que usó Frida antes de morir. No pude evitar volver a pensar en ella.
Recuerdo mis entradas furtivas, tus
labios, las noches que ahogué con besos tu llanto por los engaños
de Diego. Eras una niña, Frida. Y fuiste la
única mujer a la que pude amar. Si regreso en silencio y ves esta tristeza en los ojos, es porque vengo a buscar las pruebas de nuestro amor; estas cartas, nuestras cartas, confirman lo que vivimos y no le pertenecen a nadie más.
Luego de recuperar sus epístolas, la única
correspondencia que había mantenido con su amante, se dejó llevar por
la curiosidad agazapada; frente a ella, en el fondo del primer cajón
de la mesita de luz, yacía un sobre enviado unos días atrás fechado el martes 6 de
Julio de 1954. Aún estaba cerrado y tenía la firma del esposo,
Diego Rivera. También se lo llevó.
Antes de salir de la casa, se detuvo a la luz de la luna que tímidamente se
filtraba por la ventana, y abrió el sobre; entre las hojas
asomó un poema...
Fueron testigos la luz de la luna y los días viernes, los vidrios rotos y un gato noctámbulo que se lavaba sereno, mientras una sombra salía por la ventana de la casa azul, desde la otra acera de la calle Londres.
Fueron testigos la luz de la luna y los días viernes, los vidrios rotos y un gato noctámbulo que se lavaba sereno, mientras una sombra salía por la ventana de la casa azul, desde la otra acera de la calle Londres.
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