El Salto

Cerré la puerta principal después de entrar a la casa. Sólo se escuchaba el sonido de mis botas al tocar la alfombra; un tap tras otro tap tras otro tap. La oscuridad lo consumía todo a tal grado que al inhalar sentía las tinieblas recorrer toda mi tráquea. Busqué el interruptor para encender la luz de un candelabro que se suponía colgaba del techo, pero no pude encontrarlo. Necesitaba luz. Debía de traer unos cerillos en algún bolsillo del pantalón, pero cuando mi mano encontró la pequeña caja me di cuenta de que estaba vacía.

Mis ojos aún no se adaptaban a la luz, porque ésta no existía. Al parecer no había una sola ventana por la que se colara la luz de la luna. Sentí una punzada en el pecho. Lo único que podía hacer era tantear  con mis manos lo que fuera que me estuviera esperando en la oscuridad.

Otra punzada en el pecho, esas sensaciones en el corazón que las palabras no alcanzan para describir, y la respiración que se corta hasta quedar en un absoluto silencio.

Alargué el brazo derecho, sabiendo que no me quedaba otro camino. La oscuridad era demasiado espesa, sentía cómo mi mano la fragmentaba en pequeñas partículas al emprender su recorrido hacía aquello que no puede ser visto. Mi brazo se estiraba y se estiraba, pero no encontraba nada sólido sobre lo que pudiera encontrar descanso. Cuando me di cuenta, mi brazo se había alargado tanto que dejé de sentirlo. Se perdió en la oscuridad, y tal vez no habría forma de recuperarlo. Menos mal que todavía me quedaba el brazo izquierdo.

Decidí caminar. Al menos el tap tap tap de mis botas era una presencia que me hacía compañía. Caminé un buen rato, pero no sabría decir en qué dirección desplacé mi cuerpo. En un estado como en el que yo me encontraba es imposible orientarse, y tal vez la izquierda se había convertido en el frente y el frente había decidido huir en la búsqueda de mi brazo derecho y dejarme ahí solo. El punto es que seguí caminando hasta que mi cráneo tocó la alfombra, haciendo un TAP mucho más fuerte que el de mis botas.

Me tropecé con algo, eso seguro. No me caí por estúpido o por no poder ver nada de lo que me rodeaba. Volví a sentir una punzada en el lugar donde dicen que descansa mi corazón y mis sentidos se pusieron tan alerta que podía escuchar la sangre recorriendo mi cuerpo. Un silencio sepulcral y la espera a saber qué fue lo que obstaculizó mi camino. ¿Cómo imaginarse algo que no podrá ser visto nunca? La angustia de no tener certeza de a qué nos enfrentamos, no saber qué es esa cosa que me hizo tropezar. Imaginando que sea una cosa. Más bien, suponiendo que exista.

Seguía tumbado boca abajo en el suelo. Entré en pánico, no podía moverme. La oscuridad entraba a mi cuerpo por mis orejas y pude sentir cómo salía expulsada a través de los poros de mi piel, dejando un rastro de aquella materia fantasmagórica de la que debe estar hecha la oscuridad absoluta. Un olor a frutos comenzó a flotar en el cuarto (imaginando que fuera un cuarto) en el que me encontraba, y reaccioné girando sobre la alfombra hasta que mi cuerpo chocó contra una pared.

Rápidamente me senté, recargándome en la pared. Algo hacía un movimiento ondulatorio sobre mis rodillas. Sentía la oscuridad acariciando cada rincón de mi cuerpo, preparándome para someterme a lo que fuera que pasara. Sentía a ese ente reptar sobre mis rodillas, pero por más que trataba de ver algo me era imposible. La angustia me paralizaba, sentía la sed deslizar por mi garganta y el miedo adueñarse de todas mis terminaciones nerviosas. La palma de mi mano izquierda estaba recargada en la alfombra, como un punto de apoyo. Sentí algo peludo escurrirse entre mis dedos.

El asco que sentí fue enorme. No pude contenerme y volví el estómago, expulsando todo lo que tenía dentro y manchando de oscuridad mi rostro. Después de ésta trágica escena e intentar limpiar mis labios (nunca se sabe lo que nos depare el destino) me incorporé apoyándome con mi mano izquierda sobre la pared. Lo volví a sentir. Algo peludo que hacía un acto parecido a un movimiento ondulatorio, en la pared. Era inofensivo, podía cubrir parte de eso con mi mano sin ninguna consecuencia. La oscuridad me impedía verlo, pero estaba seguro de que no era algo peludo: eran pelos. Un mechón de pelos infinito. No encontraba inicio ni final, era inmenso. Si te es familiar "Rapunzel" de los hermanos Grimm, estoy seguro de que me entenderás. O al menos tendrás una idea.

Cuando coloqué mi mano izquierda sobre ese mechón de pelos pude sentir un latido. Como si dicho objeto tuviera vida, o al menos la fuente de la que provenía. Absorto en la curiosidad, me dejé guiar por los latidos. Recorría la oscuridad sin tener idea de qué sería la fuente de todo eso. Mientras caminaba, sentía que alguien me miraba y se reía de mí, esperando a que cometiera algún error (imaginando que no lo estuviera cometiendo).

Mientras me concentraba en hacer que los tap de mis pasos sobre la alfombra sonaran parecido a algo de Schoenberg, algo surgió de la oscuridad y atacó mi cara. Era una mano. Sentía los dedos apretando mi cráneo como intentando exprimirlo. La oscuridad comenzó a sentirse densa y podía jurar que se metía dentro de mí. Era la hora de morir. Meses de vivir en el absurdo de ser guiado por unos simples latidos, como si estos significaran algo, para terminar siendo cruelmente asesinado. Muerto ¡puf! la nada.

Pero la mano se detuvo, y me pareció escuchar que se reía. Sentí el anillo en el dedo anular, y al fin me di cuenta de que ¡era mi mano derecha con todo y el brazo! Hija de puta, sólo me estaba jugando una broma. Coloqué mi brazo en su sitio y seguí con el recorrido. Pero ya no caminaba, corría.

Los latidos se sentían cada vez más fuerte. Era irónico estar siguiendo unos latidos que no eran míos, pero en la oscuridad nadie te juzga. Corrí y corrí y corrí, esquivando una sombra tras otra hasta llegar a una puerta. Me di cuenta de que el mechón de pelo se encontraba atascado por debajo de ella, por lo que era lógico que siguiera del otro lado. Los latidos parecieron acelerarse de una manera casi ridícula. Puse mi mano derecha sobre la manija de la puerta y, al girarla, la luz cubrió todo el lugar.

La luz me cegó diez meses. Cuando mis ojos me permitieron ver un poco, entré al cuarto que ya llevaba abierto un buen rato. Puse un pie delante del otro, y repetí la operación varias veces para hacer eso que algunos llaman "caminar". Las paredes del cuarto eran blancas, totalmente lisas y sin chiste. El piso estaba cubierto por la alfombra que llevo inconscientemente pisando desde que comencé el relato. El cuarto estaba vacío, excepto por el ser que se encontraba en el centro, y que era la fuente del mechón de pelo.

No dudaba que la luz que iluminaba el cuarto provenía de aquel ser, así como el mechón de pelo negro y los latidos que ahora sonaban tan bajo. Me acerqué y pude realizar una inspección más de cerca.

Era una mujer. Una mujer hermosa. Su pelo negro escurría de su cabeza como el manto que cubre las noches más hermosas. No había ropa que cubriera centímetro alguno de su blanca piel, dejando al descubierto unos pechos dignos de un poema. Sus facciones eran como deben ser, y los párpados cubrían unos ojos que aún eran un misterio para mí. Ella estaba sentada sobre una silla, y, a pesar de tener los ojos cerrados, no parecía que dormía. Hice un esfuerzo enorme por apartar la vista de ella y me di cuenta de que había una silla vacía justo frente a donde se encontraba. Esperándome, invitándome a contemplar a mi nuevo descubrimiento más de cerca.

Dudé un par de instantes, pero finalmente tomé asiento y ella puso su mano sobre la mía. Sentí ese sudor frío en su mano, líquido que debería sentirse incómodo pero que no lo hizo en absoluto. Me perdí un momento en contemplar sus brazos y enamorarme un poco de su pecho cuando me di cuenta de que me estaba viendo, y con los ojos bien abiertos.

Me abandoné en su mirada. Sentí que flotábamos y el mundo dejaba de existir para sólo concentrarnos uno en la existencia del otro. Sus ojos me inundaron en un mar de sentimientos que ahogaron todos mis pensamientos, dejando todo el espacio disponible en mis preocupaciones y mis deseos a la dueña de la mirada que me tiene hechizado. Siento que ella se ha metido en mí y baila con mi corazón, sumergiéndolo en esa espantosa punzada en el pecho que todos reconocen bajo la palabra "amor".

Y desde ese día estoy aquí sentado, escribiendo. No puedo moverme, ella me tiene bajo su poder. La amo, y ella siente lo mismo hacia mí. Pero nunca nos tocamos, nunca nos hablamos. Ninguno de los dos se atreve a levantarse de la silla y dejar de mirar al otro, por miedo a que éste acto sublime se termine. A que nunca sintamos lo mismo o pueda repetirse.

Ella y yo nos miramos; sabemos dónde está el otro. Pero no nos atrevemos a dar el salto.

El Descenso


El hombre no pudo controlar el movimiento del taladro; debajo de él, la escalera resbaló. Sintió el repentino golpe contra el suelo de cemento del edificio. El taladro, que le cayó arriba, abrió una profunda herida en el abdomen, justo a la altura del bazo.

Inconscientemente llevó las manos a la carne expuesta, la sangre se escurría en torrentes por sus dedos. Agarró el pañuelo gris que había en el suelo, a la luz del reflector, y se presionó fuertemente intentando detener la hemorragia.

Un riachuelo oscuro emanaba desde el abdomen del hombre hasta la base de la escalera tumbada, dibujando trazos silenciosos. Agarró la botella de tequila que habían dejado los obreros del turno de la tarde, y la fondeó. Le supo a agua.

El hombre escuchó el ruido de sus compañeros cuatro pisos arriba, intentó gritar pero no lo escucharon, el ruido del taladro en el suelo, todavía encendido, impedía todo intento de comunicación. Pero el hombre no quería morir. Se abalanzó hacia la escalera, solo debía bajar siete pisos, salir de la obra y cruzar la calle para llegar al hospital.

Seis. Se detuvo un momento, estaba en penumbras, le faltaba el aire. Cinco. El pañuelo no ayudaba en nada, lo tiró, estaba empapado de sangre; se recostó a la pared, se quitó con dificultad la playera y se hizo un torniquete con ella para seguir deteniendo la hemorragia. La perforación del taladro era de poco diámetro, aunque profunda. Siguió descendiendo. Cuatro. Tres. Desde arriba llegaba el sonido del taladro hidráulico, todavía en el suelo ¿En qué piso estaba?.

El sábado es el cumpleaños de Lupita.

Por suerte la obra estaba frente a un hospital público, lo enviarían directo a emergencia. Esto lo cubrirá el seguro... ¿Llegaría a tiempo?

El hombre notó que la sangre salía con más lentitud, si bien estaba perdiendo el equilibro el dolor había cesado. Dos. Uno. Las manos le temblaban, la hemorragia, afortunadamente, se había detenido. Tropezó con una herramienta, afuera se escuchaba el sonido de los carros solitarios atravesando el Anillo Periférico.

Le voy a dar la bicicleta por la mañana, antes de que lleguen todos. 

La colonia estaba en penumbras, una luz del alumbrado público ayudaba a divisar los contornos de las casas, las veredas y los árboles. La cuadra estaba desierta, solo alguna rata, o ruidos de los obreros irrumpían en la tranquilidad de la noche.

Cruzó la calle y giró a la derecha. Un taxi que venía por la avenida aminoró la velocidad al pasar frente a él, pero no se detuvo. Le faltaba poco para llegar a la puerta del hospital, sus piernas se deslizaban sin el mayor esfuerzo, aunque perdía el conocimiento. 

A Guadalupe González, su hija menor, le iban a hacer su fiesta de cumpleaños este sábado por la tarde. ¿Sábado? Sí, o viernes...

Estaba a unos metros de la clínica. Detrás de él un sendero de sangre atestiguaba su agonía, ya no sentía nada.  

Con el peso de su cuerpo empujó las puertas del hospital, avanzó pocos centímetros hasta que sus piernas cedieron. 

El viernes...

Tendido en el suelo, el hombre flexionó lentamente sus brazos.

Y dejó de respirar.



  

Crítica a la vida


Pero todo marchita, hasta las flores.
También el amor y aquél que lo cuida.
Mueren las ideas, como los colores
y como el tiempo, cual viento que oxida.

Y cuando estallen las bombas doradas
y la Tierra desde su vientre grite,
sabes muy bien que no habrá escondite:
que marchitamos como flores olvidadas.

Sabemos pues, certeza anticipada,
que ningún hombre será recordado.
Que volar un tiempo no sirve de nada
pues la vida es un recuerdo prestado.

¿Cómo viajar por ella encantado?

Si en ella todo perderá mirada.
Si el tiempo es temporal y será pasado.

Y cómo jode que me lo recuerdes,
dura vida, que a nadie resguarda.
Que cuanto más disfruto menos tarda.
Que con todo juegas y nunca pierdes.

¿Podrías decirme qué debo asumir?
Porque parece que lo más sensato
que puede hacerse es olvidar de inmediato
al mundo, enamorarse y escribir.

Y aunque la tengo a ella, y sus pecas,
sé que todo sólo dura un rato,
porque todo lo que florece secas;
porque todo lo que das es tu retrato.









Última correspondencia de Frida


Frida- nacimiento
Frida- hermana
Frida- mi accidente
Frida- recuerdo
Frida- mis ojos
Frida- mi esposa
Frida- mi amiga
Frida- mis labios
Frida- amante 
Frida- mi hija
Frida- tempestad 
Frida- amor

Poema de Diego Rivera robado por Ana Aguirre, que Frida nunca pudo leer.





Casa Azul


La ventana cedió. Una sombra se adentró silenciosamente en la casa azul, había entrado con un solo propósito. 

Caminé lentamente apoyándome en la pared con mi brazo izquierdo, recorrí el pasillo hasta la escalera; arriba otro pasillo, a la derecha una sala de estar, luego la puerta que seguía abierta y el cuarto desocupado. No quise encender la luz, el candil de la luna se filtraba por la ventana.
Me acerqué a la mesa de luz para recuperar mis cartas y vi, arriba de la cama, el último corsé que usó Frida antes de morir. No pude evitar volver a pensar en ella.

Recuerdo mis entradas furtivas, tus labios, las noches que ahogué con besos tu llanto por los engaños de Diego. Eras una niña, Frida. Y fuiste la única mujer a la que pude amar. Si regreso en silencio y ves esta tristeza en los ojos, es porque vengo a buscar las pruebas de nuestro amor; estas cartas, nuestras cartas, confirman lo que vivimos y no le pertenecen a nadie más. 

Luego de recuperar sus epístolas, la única correspondencia que había mantenido con su amante, se dejó llevar por la curiosidad agazapada; frente a ella, en el fondo del primer cajón de la mesita de luz, yacía un sobre enviado unos días atrás fechado el martes 6 de Julio de 1954. Aún estaba cerrado y tenía la firma del esposo, Diego Rivera. También se lo llevó. 

Antes de salir de la casa, se detuvo a la luz de la luna que tímidamente se filtraba por la ventana, y abrió el sobre; entre las hojas asomó un poema...

Fueron testigos la luz de la luna y los días viernes, los vidrios rotos y un gato noctámbulo que se lavaba sereno, mientras una sombra salía por la ventana de la casa azul, desde la otra acera de la calle Londres. 




  

Subir Montañas

No sé cuándo comencé a hacer esto, ni por qué decidí escribir sobre ello. Hace tiempo que dejé de escribir para mí, y creo que nunca he escrito para que la gente me lea o intente hacer una crítica sobre las letras que surgen como resultado de mis vivencias y desvelos. Por una simple y tal vez mediocre eliminación, me atrevería a decir que llevo un buen rato escribiendo por ella. ¿Y por qué no habría de hacerlo? 

Al fin y al cabo, si alguna vez tuve corazón, sólo fue para ella.

Y por ella llevo meses subiendo ésta montaña. Dicha montaña, cuyo nombre y localización no me han sido reveladas, se encuentra en un valle que nunca he podido ver bien, al siempre encontrarse a mi espalda. No soy una persona que suela voltear hacia atrás y por esto me es imposible describir el valle, aunque yo sé que siempre está ahí, justo detrás de mí. De frente simplemente se encuentra la enorme subida que ya llevo un buen tiempo intentando vencer; está bastante empinada y parece no tener final. Sobre mí, un cielo hermoso. Siempre he sido una persona a la que le ha gustado voltear hacia arriba para ver el cielo, y puedo presumirte que el cielo que me es regalado desde el día que he estado subiendo podría haber sido el de "Les Coquelicots A Argenteuil" de Monet. Finalmente, bajo mis pies desnudos puedo sentir ese enorme mar de pasto con algunas ramas como boyas que tapizan la enorme subida de ésta montaña. Estos son, a grandes rasgos, los pequeños detalles que adornan el entorno que me ha rodeado durante todo éste tiempo y que valen la pena mencionar por el simple hecho de existir conmigo mientras intento llegar a lo más alto de la montaña. Y ya llevo setecientos veintitrés días en esto.

Hace setecientos veinticuatro días todavía me encontraba dormido con ella bajo la sombra de un árbol justo en las faldas de la eminencia topográfica que ya he mencionado. Estuvimos durmiendo por mil ciento cuarenta y cuatro días, de los que sólo recuerdo que a ella le gustaba roncar de vez en cuando. Sin aviso ni formalidades previas, las ninfas me despertaron de mi largo sueño y soltaron nuestras manos, que llevaban tanto tiempo tomándose la una a la otra que todavía me duele la añoranza que mi mano sufre por la suya día a día. Y así las ninfas me despertaron, y yo la desperté a ella. Me vio, me besó un poco (por inercia) y luego se fue corriendo, justo a la cima de ésta montaña. Desde ese día yo subo y subo y subo para poder alcanzarla, y no voy a rendirme nunca.

Algunas veces mi desempeño es tan bueno en el arte de saltar arbustos y esquivar árboles que gano bastante terreno y puedo verla a lo lejos, aunque usualmente ella no se encuentra en mi rango de visión. A pesar de que no la vea, sé que ella también sube hacia la cima de la montaña, corriendo de mí. Yo tengo un mejor desempeño en éste juego que ella; me atrevería a decir que podría alcanzarla en tan sólo un día sin problemas. La razón por la que no lo he hecho y por la que estoy condenado a sólo verla de lejos es que al ver cómo la luz del sol escurre por su espalda desnuda y baña su piel de espuma me quedo paralizado o me tropiezo, y cuando logro recomponerme y levanto la vista ella ya no está. 

Otra razón de los atrasos en mi actividad ascendente es el hecho de que ella suele dejarme pequeños mensajes en el canto del viento o en el sonido que hacen las ramas que crujen bajo mis pies descalzos. A éstas breves y ligeras expresiones suelo besarlas, absorberlas, hacerles el amor. Todo esto sin importar la intención con la que hayan sido emitidas, porque el mensaje que ella intenta comunicarme puede ser tan ambiguo como para ir de un "te amo, extraño tus abrazos y tus suspiros, el aura que emanan nuestros cuerpos al encontrarse juntos" a algo más radical y negativo como "déjame en paz, Rodrigo, no te quiero volver a ver". Pero no importa si dichos mensajes son emitidos con el propósito de hacer que me enamore más de ella o con la intención de que de media vuelta y descienda de la montaña sin volver a verla en mi vida, lo que importa es que ella los deja porque dentro de su empresa de subir la montaña se ha detenido pensando en mí, y eso es suficiente.

No sé si algún día la alcanzaré, o si en realidad quiera hacerlo. Tampoco tengo idea de qué pasará cuando al fin lo haga, porque nuestros labios no trascenderán juntos si es a la fuerza. Pero uno no sube montañas por hacer el amor cuando llegue a la cima; uno sube montañas porque la mujer a la que ama necesita que alguien suba una montaña por ella. Y a final de cuentas, de eso se trata amar. No se trata de los cuadros de Monet o de los poemas de Cortázar por la tarde, tampoco de las noches con la alta sociedad de la ciudad o de los meses de junio en la playa. No, amar se trata de subir montañas.

Y por eso escribo para ella. Porque ésta es la única montaña que ella me ha pedido que subiera.

Cacería


“El ideal de toda muchacha,
cualquiera que sea su educación,
será siempre seducir el mayor número
posible de hombres, de machos,
para tener la posibilidad de la selección”
L. Tolstoi, La sonata a Kreutzer.

Desde el primer momento en que la vi supe cuál era su juego, pero esto no hizo que yo la detuviera. Quería ser parte de él. No sólo eso. Quería ser el ganador. Sabía cuál era su plan, acercarse a mí, jugar conmigo, seducirme, enamorarme, abandonarme y luego volver, si resultaba que yo era el ganador.

Nuestro primer encuentro fue en un bar no muy conocido en una colonia en auge en esta desastrosa ciudad. Desde que entró en el lugar todas las miradas se posaron sobre ella. Con paso firme y despreciándolas se fue hasta una mesa, del fondo del lugar, con el resto de sus amigas. La noche prosiguió como cualquier otro fin de semana, hasta que uno de mis amigos fue a la barra y volvió con una mujer. Ella estuvo un rato con nosotros hasta que nos invitó a la mesa donde se encontraban sus amigas, la mesa era un poco más grande y todos podríamos entrar sin problema. La cacería había comenzado.

Ahí fue donde la conocí. Sara. Sus labios encarnados, rojos que me invitaban a besarla toda la noche. Sus ojos azules, celestes, eléctricos, llenos de vida. Cada vez que los veía perdía la conciencia y la noción de todo lo que sucedía a mu alrededor. La noche fue como cualquier otra noche de copas. Lo único notable fue que de todos mis amigos sólo yo había conseguido el número de nuestras citas de la noche.

-¿Sara?

-Hola, ¿Quién habla?

-Ignacio.

-Estoy ocupada te hablo después.

Y así pasaron las siguientes semanas. Ella evadía cualquier intento de conversación. Hasta que alrededor de la séptima semana me comentó que nos viéramos en una cafetería a la seis de la tarde. Llegué a las seis en punto y tuve que esperar alrededor de media hora a que ella llegara. Entró y se veía hermosa, naturalmente hermosa. Parecía no haberse arreglado mucho, sólo lo esencial, lo necesario para cautivarme. A pesar de esto se veía excepcionalmente bella. Pidió un espresso, encendió un cigarrillo y yo seguí tomando mi americano. Se acabó su cigarrillo y su café. Lo siento tengo un compromiso, me dijo. Y se marchó.

No la volví a ver hasta el viernes siguiente, en el mismo bar donde nos conocimos. Nos encontramos en la barra y le invité un Vodka Cranberry, ella lo rechazó. En su lugar me pidió que la dejará ordenar un Gin and Tonic. Por los detalles que le dio al barman sobre su preparación, que no tenía ni la menor de idea de lo que ella le estaba hablando, pude percatarme que ésta era su bebida predilecta. También le invite un cigarro, el cual con gusto aceptó. Al primer contacto se percató que no era un cigarrillo sino un cigarro. Lo sintió, lo olió y lo fumó en crudo. Lo encendió y le dio una calda profunda. No podré negar que estas características de ella me habían impresionado mucho.

-Estos cigarros sí tienen sabor.

Exhaló su última bocanada de humo y agregó.

-Tú sí eres un hombrecito.

-¿De qué hablas?

-Tus cigarros y tu bebida son de hombre, pero tú todavía no me convences.

Le dio un último trago a su Gin and Tonic y se fue. Yo me quedé pensando sobre el hecho que yo todavía no la convencía, pero de qué.

La vi platicando con todos aquellos que se le acercaban, fueran hombrecitos, como yo, o no. La misma rutina. Algún pretexto para hablarle, ella les seguía la corriente; cualquier trago para invitarle, ella los aceptaba feliz; cualquier coquetería oportuna, ella las regresabas con creces; cualquier caricia tímida, ella las aceptaba y alentaba; cualquier beso robado, ella los devolvía; cualquier descuido, ella desaparecía.

Esa fue su rutina de la noche, un ciclo de incontables repeticiones, hasta que la perdí de vista.

-Perdón.

Me di la vuelta y la vi acercándose hacía mí mientras le pedía al barman otro Gin and Tonic y yo le respondía.

-Perdón de qué.

-No eres un hombrecito, ya me convencí.

Me quitó el cigarro de la boca, le dio una calada y me besó. Sentí el humo, su humo, su vida, pasar  de su boca a la mía. Me alejé y le exhalé su bocanada en su cara.

-¿Quién me crees, un juguete más?

-No, una presa más.

Mientras lo decía se puso a jugar con mis labios.

-De qué hablas ¿Y qué hay de todos esos con los que estuviste hoy?

-Son presas nada más, pero a quien decidí cazar esta noche fuiste tú.

Me besó y no dejó alejarme de ella. Cuando por fin pude separarme de sus opresores labios y verla a los ojos, dos gotas eléctricas de vida, pude darme cuenta que todo lo que decía y hacía era en realidad ella y no las múltiples copas invitadas hablando. Sus ojos estaban vivos, tranquilos, no eran los ojos perdidos de un borracho.

-¿Qué tanto miras?

-Tus ojos.

-¿Quieres perderte en ellos?

-No, quiero perderme en ti.

Me agarró de la mano y me volvió a besar. Yo no entendía qué me estaba pasando. Estaba molesto con ella por andar toda la noche con otros y al final venir conmigo, como si yo fuera su premio de consolación. Y de pronto, al minuto siguiente, la estaba alagando y besando. Me perdía en sus eléctricos ojos y me moría de ganas de morder sus encarnados labios.

-No te entiendo, tampoco me entiendo.

-¿Por qué?

-Nos conocimos, me diste tu número, me dabas evasivas, me citaste en un café para vernos media hora y te fuiste sin dar explicaciones. Te encuentro, hablamos y te vas con cada hombre que se te acerca. Y al final de la noche vuelves conmigo como si nada hubiese sucedido y yo te acepto como un cordero que busca un cálido refugio en tus labios en una noche iluminada por tus ojos.

-Tontito.

Se rio y besó mis labios, otra vez.

-¿Qué es tan gracioso?

-Tú, tontito.

Intentó besarme de nuevo, pero me solté de sus manos y me alejé de ella. Al parecer mi cara tenía un claro gesto de confusión.

-¿Es en serio? ¿No conoces la realidad?

-¿De qué hablas?

-En verdad no te enseñaron nada en la escuela, en tu casa o en la calle, donde sea que aprendiste de la vida.

-¡Sí sé de la vida!

-No, tontito. No sabes sobre esto.

-¿Saber sobre qué?

-¿Por qué crees que las mujeres nos arreglamos? Existe una razón por la que resalto estos ojos y estos labios que tanto te han fascinado.    
    
Agarré su cara, la miré a los ojos y la volví a besar.

-Dime.

Me pidió un cigarro y se lo prendí. Estaba tan distraída pensando lo que me iba a decir que esta vez no hizo su ritual antes de encender el cigarro.

-Mira, Nachito. Esto que llaman “amor”, lo que me viste hacer con todos esta noche, es una cacería, es un simple pero delicado ritual de selección. Y el arma que utilizamos, las mujeres, es la sensualidad.

-No te entiendo. ¿Una cacería? ¿Qué es lo que buscan cazar?

-Hombres. Nuestras presas son ustedes los hombres. Así es como funciona la vida, entiéndelo. La mujer ha sido enajenada de toda posibilidad de poder, excepto de la sensualidad. En cambio el hombre tiene las puertas abiertas al dominio de lo que le plazca.

-Pero el hombre y la mujer son iguales, existen leyes, tratados, contratos. Ya no existe ese tipo de discriminación.

-Es cierto, existen leyes y demás tipos de papeles que plantean el ideal de la igualdad entre el hombre y la mujer. Y no podemos olvidar que el ideal es ideal sólo cuando su realización es posible únicamente en idea. Además todo esto sólo es eso, papeles. En la realidad esto no se cumple. En apariencia se trata de demostrar que el hombre y la mujer son iguales, pero en lo íntimo, en la práctica esta igualdad es a medias, es una igualdad disfrazada. El ejemplo más claro de esto es el glass ceiling.   

-Pero eso no se da en todos los lugares.

-Aparenta no darse en todos ellos. La única diferencia es que se encuentran en distintos niveles. El hombre ha orillado a que el único poder de dominio de la mujer sea sobre el hombre mismo. Si la mujer quiere tener poder y control, tiene que controlar a un hombre para que ella a través de él pueda ejercer el poder. No por nada dicen que detrás de un gran hombre está una gran mujer.  

La agarré de las manos.

-Entonces, ¿En qué consiste tu cacería?

-En un principio básico. El hombre es un simple medio de poder de la mujer. Entonces es necesario encontrar el mejor medio posible para lograr nuestros fines. En esto consiste la cacería. A través de la sensualidad, encontrar el mayor número de presas posibles, para así poder incrementar el número de selección y obtener el mejor medio posible. Es por eso que las mujeres nos arreglamos, nos vestimos, nos pintamos. Esto no lo hacemos por los hombres ni porque queremos llamar su atención. Esto lo hacemos porque esas son nuestras armas para la cacería. Mientras ustedes se pelean por ser la mejor presa.  Para llegar a ser el elegido. Efectúan todo un ritual donde creen que ustedes son los que tienen el control, que dándonos regalos, invitándonos a tal lugar o actuando de esta o aquella manera, nosotras vamos a caer rendidas a sus pies. Pero, esto no es así. Les hacemos creer que sí lo es, tienen una obsesión con el poder y con el dominio que preferimos hacerles creer que lo tienen. Pero en realidad, todo eso se encuentra en nuestras manos. La última palabra está en nuestra boca, nosotras somos las que decidimos, mientras los vemos efectuar su ritual de conquista. Así como sucede en la naturaleza, entre las distintas bestias. 
  
La besé y en eso nos interrumpió un mesero y nos dijo que ya era hora de cerrar y que nos teníamos que ir. Sara, la miró con una cara coqueta, con unos ojos ardiendo de pasión y suavemente lo agarró de la nuca y le murmuró algo al oído.

-No te preocupes, no nos molestará en un rato.

-¿Qué le dijiste?

-Ya te dije, el poder está en nuestras manos, un poco de sensualidad y se convierten en unas marionetas.

-Sara, ¿Y el amor? Por lo que me dices creería que ni en tu vida ni en tu cacería existe el amor. No lo buscas, sólo buscas el poder.

-Te equivocas. Sí conozco el amor, lo encuentro y lo vivo día a día, noche tras noche.

-Pero dónde lo buscas si te la pasas cazando y el fin de tu cacería es el dominio y el poder.

-Ignacio, no sabes lo que es el amor y de eso me doy cuenta. Hace tiempo, antes de iniciarme en la cacería, conocí a un ruso quien me enseñó sobre el amor. Su nombre era Tolstoi. Él me dijo que el amor era la preferencia de una persona a todas las demás. También me dijo que esta preferencia no está determinada temporalmente. Puede durar tanto una hora como una vida. El amor es cambiante, puede durar un día, un mes, un año, una vida. Pude amar a todas mis presas de hoy los minutos que pasé con ellos y amarte a ti todo el resto del día.

-Entonces, lo que tú llamas amor es algo tan efímero que da lo mismo si existe o si no. Si me amas a mí como a todo aquel que se posa en tus ojos, por qué habría de importarme que me ames.

En ese momento me levanté de la barra con la clara intención de alejarme. Ella agarró mi mano y me miró a los ojos.

-Sí es importante. Porque ahorita, en este momento te prefiero a ti. Tengo que admitir que no sé cuánto va a durar esta preferencia, pero de lo que sí estoy segura es que en este momento, en el presente, en el ahora lo único que me importa en este mundo eres tú.

Ella se levantó y me abrazó. La miré a los ojos y la volví a besar. Ella me devolvió el beso.

-Espero que ahora entiendas cómo funcionan las cosas. No es que no te quiera, sino que tengo que planear esta cacería y conocer muy bien los movimientos de mis presas y también saber qué presa es la mejor para cazar.

-No te preocupes, Sara.

La volví a besar. Mientras le decía.

-Ahora sé como me tengo que comportar en esta cacería tuya.

Me abrazó y me dio un beso.

-Tontito, creo que es hora de irnos. Están cerrando el lugar y yo ya no tengo más poder aquí.

Me agarró de la mano y nos dirigimos a la salida. Ya era bastante tarde. Era tan tarde que en poco tiempo podría decir que era muy temprano. Hacía frío. Ella acercó su cuerpo al mío y yo la abracé, mientras buscaba sus labios para besarlos otra vez.

-Es demasiado tarde para que te vayas solo a tu casa. Deberías quedarte conmigo para que no te pase nada y me hagas compañía.

Después de que pronunció esas palabras supe qué es lo que tenía que hacer, supe cómo jugar en esta cacería. Hoy era la presa ganadora. Ser su medio para el poder era el precio si es que quería tenerla. Era un precio que estaba dispuesto a pagar, no sólo hoy sino todos los días. Esa era mi estrategia, convertirme en su presa predilecta día a día hasta que mi amor por ella se extinguiera.

Llegamos a su departamento, me invitó a su cuarto, dormí con ella. Al día siguiente su cacería volvía a comenzar y mi estrategia se ponía en práctica por primera vez. Así empezó este ciclo que duró tantas noches como estrellas en el firmamento.