El canto de la melancolía susurraba en mis oídos. Ya llevaba mucho tiempo caminando por esa calle, hace mucho tiempo que debía de haber llegado al otro lado. No le he encontrado el fin, o tal vez no he querido hacerlo. El mismo canto ha encontrado reposo en mis oídos desde que camino solo, pero no me he acostumbrado a su solemne frío. Camino y camino, y cada vez me hundo más en el barro.
Y ese canto se filtra por mi ser y envenena mi alma, nubla mi razón. En la calle de la locura no sabes si vas en la correcta dirección, pero siempre escucharás la misma triste canción. Suelo caminar de frente, pero no sé si ese frente sea siempre el mismo. Voy bailando por las lagunas que se forman en éste reflejo de mi ser, a veces me ahogo en un abismo o en otro.
Lo importante es que nunca he llegado al otro lado de la calle. El problema es que ya no sé cuál es el otro lado. Ya hace un rato que me quité los zapatos y comencé a caminar descalzo. Las piedras mojadas se sienten tan reales como el amor del que Shakespeare alguna vez llegó a escribir un cuento. Sé que no estoy soñando, porque, aunque todo se encuentre muerto y gris, siento la lluvia ahogarme los pensamientos, llenarme de añoranza el cuerpo.
No sé dónde me perdí, pero recuerdo que terminé aquí parado por quedarme mirando esos retratos pegados en los muros. A veces juego a pensar que la historia que cuentan esos retratos aún sigue siendo real, y no ésta calle empapada, oscura, eterna. Ya no sé si soy falso, o si soy real, pero sé que la melancolía que sangra por el suelo es más bella que cualquier cosa que alguna vez llegaré a sentir. Y es esa melancolía la que nutre lo que queda de mi alma y me permite ver estos retratos, aunque la añoranza me haga encontrar algunas sombras en ellos.
A veces viene un tal Rodrigo a visitarme, a preguntarme qué hago aquí, a querer llevarme. Lo veo venir con su traje y su reloj, empapándose, no con la lluvia, sino con la melancolía que desborda la inquietud de su alma. Tal vez sea bueno para disimular su locura, pero él encuentra más sombras en los retratos de las que podría llegar a encontrar yo. Cuando viene a visitarme, se queda días mirando los retratos, riéndose para no llorar. Sumergido en la locura para no agonizar. Entonces se desnuda y es como es en realidad, y llora y grita, y su melancolía es la más virtuosa y auto destructiva que se podrá ver jamás.
Y cuando ya no aguanta más, se vuelve a poner su traje y su reloj, se limpia las lágrimas y, no sé cómo, desaparece del otro lado de la calle. Regresa a disimular que no está loco, que la añoranza no lo está matando por dentro. Y lo comprendo, ¿a qué loco no juzgarían los humanos?
Pero el canto de la melancolía lo vuelve a llamar, y lo puedes volver a ver llorar, mientras esos retratos regresa a mirar. Y se vuelve a perder en ellos, en las sombras que le vuelven a contar la historia. Y ese es el Rodrigo que yo conozco, y el que, sólo a través de las letras, tú conocerás.
Lo importante es que nunca he llegado al otro lado de la calle. El problema es que ya no sé cuál es el otro lado. Ya hace un rato que me quité los zapatos y comencé a caminar descalzo. Las piedras mojadas se sienten tan reales como el amor del que Shakespeare alguna vez llegó a escribir un cuento. Sé que no estoy soñando, porque, aunque todo se encuentre muerto y gris, siento la lluvia ahogarme los pensamientos, llenarme de añoranza el cuerpo.
No sé dónde me perdí, pero recuerdo que terminé aquí parado por quedarme mirando esos retratos pegados en los muros. A veces juego a pensar que la historia que cuentan esos retratos aún sigue siendo real, y no ésta calle empapada, oscura, eterna. Ya no sé si soy falso, o si soy real, pero sé que la melancolía que sangra por el suelo es más bella que cualquier cosa que alguna vez llegaré a sentir. Y es esa melancolía la que nutre lo que queda de mi alma y me permite ver estos retratos, aunque la añoranza me haga encontrar algunas sombras en ellos.
A veces viene un tal Rodrigo a visitarme, a preguntarme qué hago aquí, a querer llevarme. Lo veo venir con su traje y su reloj, empapándose, no con la lluvia, sino con la melancolía que desborda la inquietud de su alma. Tal vez sea bueno para disimular su locura, pero él encuentra más sombras en los retratos de las que podría llegar a encontrar yo. Cuando viene a visitarme, se queda días mirando los retratos, riéndose para no llorar. Sumergido en la locura para no agonizar. Entonces se desnuda y es como es en realidad, y llora y grita, y su melancolía es la más virtuosa y auto destructiva que se podrá ver jamás.
Y cuando ya no aguanta más, se vuelve a poner su traje y su reloj, se limpia las lágrimas y, no sé cómo, desaparece del otro lado de la calle. Regresa a disimular que no está loco, que la añoranza no lo está matando por dentro. Y lo comprendo, ¿a qué loco no juzgarían los humanos?
Pero el canto de la melancolía lo vuelve a llamar, y lo puedes volver a ver llorar, mientras esos retratos regresa a mirar. Y se vuelve a perder en ellos, en las sombras que le vuelven a contar la historia. Y ese es el Rodrigo que yo conozco, y el que, sólo a través de las letras, tú conocerás.
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