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Vivir en la Tierra Media


En la vida ocurren accidentes fortuitos, uno de los míos fue descubrir a Tolkien.

Voluntario en la Primera Guerra Mundial, profesor de Oxford y creador de la épica fantástica, escribió El Silmarillion, El Hobbit, El Señor de los Anillos, Los Hijos de Húrin y, aunque muerto, podemos intuir que sigue escribiendo; al igual que Balzac, su obra fue tan grande que no le dio la vida para terminarla.

El día ha terminado, mis ojos se cierran pero largo es el viaje que me espera

Cuentan que Balzac quiso escribir 137 novelas interconectadas, que unidas, formarían La Comedia Humana. Murió con 85 novelas completas, las restantes nunca fueron terminadas. Tolkien fue más afortunado, si bien su vida tampoco le permitió escribir lo que quiso, sus obras fueron editadas por su hijo, y publicadas póstumamente, como El Silmarillion y Los Hijos de Húrin.

Adiós, amigos, oigo la llamada. Junto al malecón de piedra la nave aguarda

Tolkien inventó cinco lenguas: el adûnaico, hablado por los antiguos Dúnedain de Númenor; el oestron, lenguaje extendido entre los hombres de la Tercera Edad; el hobbítico, una variante rústica del oestron; pero las de mayor desarrollo, y las más bellas, son el quenya y sindarin, ambas lenguas élficas. Los poemas en élfico tienen rima, sintaxis y significado:


Ai! Laurië lantar lassi súrinen
¡Ah! ¡Como el oro caen las hojas en el viento,
téni únotimë ve rámar aldaron!
e innumerables como las alas de los árboles son los años!
                      ("El lamento de Galadriel", El Silmarillion)


Como Bradbury en Crónicas Marcianas -los marcianos son el espejo, la proyección de nuestra condición humana- Tolkien muestra nuestras virtudes y debilidades reflejadas en otras razas de la Tierra Media.

Al principio sólo estaba Ilúvatar (en quenya “el Uno”) -un dios creado por Tolkien- morando en las Estancias Intemporales. Sabemos por El Silmarillion que Ilúvatar compuso la Ainulindalë, una melodía que proyectaba su destino; entonces decide darle ser a la Música, y de ella emerge Eä -el cosmos- limitada por los principios del espacio y el tiempo.

Dentro de Eä, creó a los Valar, espíritus independientes que representan fracciones de su propio pensamiento. 

Sombras alargadas ante mí se extienden, bajo la inabarcable bóveda celeste;

Los Valar tienen la tarea de preparar un lugar para recibir a los Hijos de Ilúvatar; actuando como demiurgos, sin conocimiento del proyecto final, crean Arda -la Tierra- y la separan en dos grandes continentes: Aman y la Tierra Media. 

El drama surge a partir de la rebelión de Melkor, un Valar que traiciona a Ilúvatar e intenta dominar Arda, para ello seduce a algunos espíritus Maia (Valar de menor categoría) y los recluta para la guerra, uno de ellos fue Sauron. 

Será en la Tierra Media donde aparecerán los primeros Hijos de Ilúvatar: los elfos.
Su don fue la sabiduría, y en su espíritu, que es inmortal, parecido al de los Valar, echaron raíces las ciencias y las artes. Los elfos son inmortales, si su cuerpo se destruye su ser continúa merodeando hasta volver a nacer.

En la Primera Edad se dividieron en dos grupos: por un lado, los que emigraran a las Tierras Imperecederas, más allá del mar; y por el otro, los que permanecieron en la Tierra Media.

Pero hay unas islas, más allá del Sol, y las alcanzaré antes de que todo acabe

Aulë, uno de los Valar, impaciente por contemplar a los Hijos de Ilúvatar, moldeó la tierra y creó a los enanos. Se cree que los enanos no mueren, sino que se descomponen para regresar a la tierra de la que salieron una vez.

Al final, los Hijos Menores de Ilúvatar llegaron a Arda: los hombres. Los relatos cuentan que despertaron cerca de Hildórien, y que llegaron desde el oeste. Los hombres fueron inferiores a los Elfos en todas sus manifestaciones; sólo en una cosa fueron diferentes, recibieron el don de poder morir, que mal interpretaron como una maldición.

El tiempo los separó en dos grupos mayoritarios -los Dúnedain y los Rohirrim-. Recordemos que los Hobbits surgieron a partir del linaje de los hombres de la Primera Edad.

Tierras hay al oeste del Oeste, donde la noche es quietud, el sueño, reposo

Luego de presenciar las innumerables batallas (con personajes que sucumben ante la crueldad o se inmortalizan, por su nobleza, en un último gesto de grandeza; las fundaciones y caídas de ciudades de hombres, elfos y enanos; las tentaciones del poder, la vileza, la traición; el fútil intento de dialogar con los dioses, siempre ciegos, sordos y mudos, tan distantes del hombre) descubrimos en el trasfondo de las miles de páginas, una historia de amor.

Guiado por la Estrella Solitaria, más allá del último puerto

La obra de Tolkien es el amor imposible entre Beren y Lúthien, que vuelve a repetirse con Aragorn y Arwen.

Nave, nave mía. El Oeste busco, y campos y montañas siempre benditos

Cuando emprendemos la retirada del universo tolkieniano -y dejamos la novela en el sofá- la vida se nos presenta incompleta, como si las personas de la realidad nos decepcionaran al lado de estos otros personajes, valientes, heroicos, admirables. Luego de ser Bilbo, Fëanor, Eówyn, que es ser Tolkien, la realidad nos parece decepcionante. Quizás por eso Tolkien escribía, quizás por eso encontramos un refugio ante los infortunios, en sus novelas; donde somos esos personajes y mundos y grandes ideales y amores y gestos heroicos que vuelven a crearse cada vez que volvemos a vivir en sus páginas.

Adiós al fin a la Tierra Media. ¡Sobre tu mástil diviso ya la Estrella!*


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* “Bilbo's Last Song”. Último poema que Bilbo cantó en los Puertos Grises, antes de partir a las Tierras Imperecederas.

El Salto

Cerré la puerta principal después de entrar a la casa. Sólo se escuchaba el sonido de mis botas al tocar la alfombra; un tap tras otro tap tras otro tap. La oscuridad lo consumía todo a tal grado que al inhalar sentía las tinieblas recorrer toda mi tráquea. Busqué el interruptor para encender la luz de un candelabro que se suponía colgaba del techo, pero no pude encontrarlo. Necesitaba luz. Debía de traer unos cerillos en algún bolsillo del pantalón, pero cuando mi mano encontró la pequeña caja me di cuenta de que estaba vacía.

Mis ojos aún no se adaptaban a la luz, porque ésta no existía. Al parecer no había una sola ventana por la que se colara la luz de la luna. Sentí una punzada en el pecho. Lo único que podía hacer era tantear  con mis manos lo que fuera que me estuviera esperando en la oscuridad.

Otra punzada en el pecho, esas sensaciones en el corazón que las palabras no alcanzan para describir, y la respiración que se corta hasta quedar en un absoluto silencio.

Alargué el brazo derecho, sabiendo que no me quedaba otro camino. La oscuridad era demasiado espesa, sentía cómo mi mano la fragmentaba en pequeñas partículas al emprender su recorrido hacía aquello que no puede ser visto. Mi brazo se estiraba y se estiraba, pero no encontraba nada sólido sobre lo que pudiera encontrar descanso. Cuando me di cuenta, mi brazo se había alargado tanto que dejé de sentirlo. Se perdió en la oscuridad, y tal vez no habría forma de recuperarlo. Menos mal que todavía me quedaba el brazo izquierdo.

Decidí caminar. Al menos el tap tap tap de mis botas era una presencia que me hacía compañía. Caminé un buen rato, pero no sabría decir en qué dirección desplacé mi cuerpo. En un estado como en el que yo me encontraba es imposible orientarse, y tal vez la izquierda se había convertido en el frente y el frente había decidido huir en la búsqueda de mi brazo derecho y dejarme ahí solo. El punto es que seguí caminando hasta que mi cráneo tocó la alfombra, haciendo un TAP mucho más fuerte que el de mis botas.

Me tropecé con algo, eso seguro. No me caí por estúpido o por no poder ver nada de lo que me rodeaba. Volví a sentir una punzada en el lugar donde dicen que descansa mi corazón y mis sentidos se pusieron tan alerta que podía escuchar la sangre recorriendo mi cuerpo. Un silencio sepulcral y la espera a saber qué fue lo que obstaculizó mi camino. ¿Cómo imaginarse algo que no podrá ser visto nunca? La angustia de no tener certeza de a qué nos enfrentamos, no saber qué es esa cosa que me hizo tropezar. Imaginando que sea una cosa. Más bien, suponiendo que exista.

Seguía tumbado boca abajo en el suelo. Entré en pánico, no podía moverme. La oscuridad entraba a mi cuerpo por mis orejas y pude sentir cómo salía expulsada a través de los poros de mi piel, dejando un rastro de aquella materia fantasmagórica de la que debe estar hecha la oscuridad absoluta. Un olor a frutos comenzó a flotar en el cuarto (imaginando que fuera un cuarto) en el que me encontraba, y reaccioné girando sobre la alfombra hasta que mi cuerpo chocó contra una pared.

Rápidamente me senté, recargándome en la pared. Algo hacía un movimiento ondulatorio sobre mis rodillas. Sentía la oscuridad acariciando cada rincón de mi cuerpo, preparándome para someterme a lo que fuera que pasara. Sentía a ese ente reptar sobre mis rodillas, pero por más que trataba de ver algo me era imposible. La angustia me paralizaba, sentía la sed deslizar por mi garganta y el miedo adueñarse de todas mis terminaciones nerviosas. La palma de mi mano izquierda estaba recargada en la alfombra, como un punto de apoyo. Sentí algo peludo escurrirse entre mis dedos.

El asco que sentí fue enorme. No pude contenerme y volví el estómago, expulsando todo lo que tenía dentro y manchando de oscuridad mi rostro. Después de ésta trágica escena e intentar limpiar mis labios (nunca se sabe lo que nos depare el destino) me incorporé apoyándome con mi mano izquierda sobre la pared. Lo volví a sentir. Algo peludo que hacía un acto parecido a un movimiento ondulatorio, en la pared. Era inofensivo, podía cubrir parte de eso con mi mano sin ninguna consecuencia. La oscuridad me impedía verlo, pero estaba seguro de que no era algo peludo: eran pelos. Un mechón de pelos infinito. No encontraba inicio ni final, era inmenso. Si te es familiar "Rapunzel" de los hermanos Grimm, estoy seguro de que me entenderás. O al menos tendrás una idea.

Cuando coloqué mi mano izquierda sobre ese mechón de pelos pude sentir un latido. Como si dicho objeto tuviera vida, o al menos la fuente de la que provenía. Absorto en la curiosidad, me dejé guiar por los latidos. Recorría la oscuridad sin tener idea de qué sería la fuente de todo eso. Mientras caminaba, sentía que alguien me miraba y se reía de mí, esperando a que cometiera algún error (imaginando que no lo estuviera cometiendo).

Mientras me concentraba en hacer que los tap de mis pasos sobre la alfombra sonaran parecido a algo de Schoenberg, algo surgió de la oscuridad y atacó mi cara. Era una mano. Sentía los dedos apretando mi cráneo como intentando exprimirlo. La oscuridad comenzó a sentirse densa y podía jurar que se metía dentro de mí. Era la hora de morir. Meses de vivir en el absurdo de ser guiado por unos simples latidos, como si estos significaran algo, para terminar siendo cruelmente asesinado. Muerto ¡puf! la nada.

Pero la mano se detuvo, y me pareció escuchar que se reía. Sentí el anillo en el dedo anular, y al fin me di cuenta de que ¡era mi mano derecha con todo y el brazo! Hija de puta, sólo me estaba jugando una broma. Coloqué mi brazo en su sitio y seguí con el recorrido. Pero ya no caminaba, corría.

Los latidos se sentían cada vez más fuerte. Era irónico estar siguiendo unos latidos que no eran míos, pero en la oscuridad nadie te juzga. Corrí y corrí y corrí, esquivando una sombra tras otra hasta llegar a una puerta. Me di cuenta de que el mechón de pelo se encontraba atascado por debajo de ella, por lo que era lógico que siguiera del otro lado. Los latidos parecieron acelerarse de una manera casi ridícula. Puse mi mano derecha sobre la manija de la puerta y, al girarla, la luz cubrió todo el lugar.

La luz me cegó diez meses. Cuando mis ojos me permitieron ver un poco, entré al cuarto que ya llevaba abierto un buen rato. Puse un pie delante del otro, y repetí la operación varias veces para hacer eso que algunos llaman "caminar". Las paredes del cuarto eran blancas, totalmente lisas y sin chiste. El piso estaba cubierto por la alfombra que llevo inconscientemente pisando desde que comencé el relato. El cuarto estaba vacío, excepto por el ser que se encontraba en el centro, y que era la fuente del mechón de pelo.

No dudaba que la luz que iluminaba el cuarto provenía de aquel ser, así como el mechón de pelo negro y los latidos que ahora sonaban tan bajo. Me acerqué y pude realizar una inspección más de cerca.

Era una mujer. Una mujer hermosa. Su pelo negro escurría de su cabeza como el manto que cubre las noches más hermosas. No había ropa que cubriera centímetro alguno de su blanca piel, dejando al descubierto unos pechos dignos de un poema. Sus facciones eran como deben ser, y los párpados cubrían unos ojos que aún eran un misterio para mí. Ella estaba sentada sobre una silla, y, a pesar de tener los ojos cerrados, no parecía que dormía. Hice un esfuerzo enorme por apartar la vista de ella y me di cuenta de que había una silla vacía justo frente a donde se encontraba. Esperándome, invitándome a contemplar a mi nuevo descubrimiento más de cerca.

Dudé un par de instantes, pero finalmente tomé asiento y ella puso su mano sobre la mía. Sentí ese sudor frío en su mano, líquido que debería sentirse incómodo pero que no lo hizo en absoluto. Me perdí un momento en contemplar sus brazos y enamorarme un poco de su pecho cuando me di cuenta de que me estaba viendo, y con los ojos bien abiertos.

Me abandoné en su mirada. Sentí que flotábamos y el mundo dejaba de existir para sólo concentrarnos uno en la existencia del otro. Sus ojos me inundaron en un mar de sentimientos que ahogaron todos mis pensamientos, dejando todo el espacio disponible en mis preocupaciones y mis deseos a la dueña de la mirada que me tiene hechizado. Siento que ella se ha metido en mí y baila con mi corazón, sumergiéndolo en esa espantosa punzada en el pecho que todos reconocen bajo la palabra "amor".

Y desde ese día estoy aquí sentado, escribiendo. No puedo moverme, ella me tiene bajo su poder. La amo, y ella siente lo mismo hacia mí. Pero nunca nos tocamos, nunca nos hablamos. Ninguno de los dos se atreve a levantarse de la silla y dejar de mirar al otro, por miedo a que éste acto sublime se termine. A que nunca sintamos lo mismo o pueda repetirse.

Ella y yo nos miramos; sabemos dónde está el otro. Pero no nos atrevemos a dar el salto.

El Descenso


El hombre no pudo controlar el movimiento del taladro; debajo de él, la escalera resbaló. Sintió el repentino golpe contra el suelo de cemento del edificio. El taladro, que le cayó arriba, abrió una profunda herida en el abdomen, justo a la altura del bazo.

Inconscientemente llevó las manos a la carne expuesta, la sangre se escurría en torrentes por sus dedos. Agarró el pañuelo gris que había en el suelo, a la luz del reflector, y se presionó fuertemente intentando detener la hemorragia.

Un riachuelo oscuro emanaba desde el abdomen del hombre hasta la base de la escalera tumbada, dibujando trazos silenciosos. Agarró la botella de tequila que habían dejado los obreros del turno de la tarde, y la fondeó. Le supo a agua.

El hombre escuchó el ruido de sus compañeros cuatro pisos arriba, intentó gritar pero no lo escucharon, el ruido del taladro en el suelo, todavía encendido, impedía todo intento de comunicación. Pero el hombre no quería morir. Se abalanzó hacia la escalera, solo debía bajar siete pisos, salir de la obra y cruzar la calle para llegar al hospital.

Seis. Se detuvo un momento, estaba en penumbras, le faltaba el aire. Cinco. El pañuelo no ayudaba en nada, lo tiró, estaba empapado de sangre; se recostó a la pared, se quitó con dificultad la playera y se hizo un torniquete con ella para seguir deteniendo la hemorragia. La perforación del taladro era de poco diámetro, aunque profunda. Siguió descendiendo. Cuatro. Tres. Desde arriba llegaba el sonido del taladro hidráulico, todavía en el suelo ¿En qué piso estaba?.

El sábado es el cumpleaños de Lupita.

Por suerte la obra estaba frente a un hospital público, lo enviarían directo a emergencia. Esto lo cubrirá el seguro... ¿Llegaría a tiempo?

El hombre notó que la sangre salía con más lentitud, si bien estaba perdiendo el equilibro el dolor había cesado. Dos. Uno. Las manos le temblaban, la hemorragia, afortunadamente, se había detenido. Tropezó con una herramienta, afuera se escuchaba el sonido de los carros solitarios atravesando el Anillo Periférico.

Le voy a dar la bicicleta por la mañana, antes de que lleguen todos. 

La colonia estaba en penumbras, una luz del alumbrado público ayudaba a divisar los contornos de las casas, las veredas y los árboles. La cuadra estaba desierta, solo alguna rata, o ruidos de los obreros irrumpían en la tranquilidad de la noche.

Cruzó la calle y giró a la derecha. Un taxi que venía por la avenida aminoró la velocidad al pasar frente a él, pero no se detuvo. Le faltaba poco para llegar a la puerta del hospital, sus piernas se deslizaban sin el mayor esfuerzo, aunque perdía el conocimiento. 

A Guadalupe González, su hija menor, le iban a hacer su fiesta de cumpleaños este sábado por la tarde. ¿Sábado? Sí, o viernes...

Estaba a unos metros de la clínica. Detrás de él un sendero de sangre atestiguaba su agonía, ya no sentía nada.  

Con el peso de su cuerpo empujó las puertas del hospital, avanzó pocos centímetros hasta que sus piernas cedieron. 

El viernes...

Tendido en el suelo, el hombre flexionó lentamente sus brazos.

Y dejó de respirar.



  

Crítica a la vida


Pero todo marchita, hasta las flores.
También el amor y aquél que lo cuida.
Mueren las ideas, como los colores
y como el tiempo, cual viento que oxida.

Y cuando estallen las bombas doradas
y la Tierra desde su vientre grite,
sabes muy bien que no habrá escondite:
que marchitamos como flores olvidadas.

Sabemos pues, certeza anticipada,
que ningún hombre será recordado.
Que volar un tiempo no sirve de nada
pues la vida es un recuerdo prestado.

¿Cómo viajar por ella encantado?

Si en ella todo perderá mirada.
Si el tiempo es temporal y será pasado.

Y cómo jode que me lo recuerdes,
dura vida, que a nadie resguarda.
Que cuanto más disfruto menos tarda.
Que con todo juegas y nunca pierdes.

¿Podrías decirme qué debo asumir?
Porque parece que lo más sensato
que puede hacerse es olvidar de inmediato
al mundo, enamorarse y escribir.

Y aunque la tengo a ella, y sus pecas,
sé que todo sólo dura un rato,
porque todo lo que florece secas;
porque todo lo que das es tu retrato.









Última correspondencia de Frida


Frida- nacimiento
Frida- hermana
Frida- mi accidente
Frida- recuerdo
Frida- mis ojos
Frida- mi esposa
Frida- mi amiga
Frida- mis labios
Frida- amante 
Frida- mi hija
Frida- tempestad 
Frida- amor

Poema de Diego Rivera robado por Ana Aguirre, que Frida nunca pudo leer.





Casa Azul


La ventana cedió. Una sombra se adentró silenciosamente en la casa azul, había entrado con un solo propósito. 

Caminé lentamente apoyándome en la pared con mi brazo izquierdo, recorrí el pasillo hasta la escalera; arriba otro pasillo, a la derecha una sala de estar, luego la puerta que seguía abierta y el cuarto desocupado. No quise encender la luz, el candil de la luna se filtraba por la ventana.
Me acerqué a la mesa de luz para recuperar mis cartas y vi, arriba de la cama, el último corsé que usó Frida antes de morir. No pude evitar volver a pensar en ella.

Recuerdo mis entradas furtivas, tus labios, las noches que ahogué con besos tu llanto por los engaños de Diego. Eras una niña, Frida. Y fuiste la única mujer a la que pude amar. Si regreso en silencio y ves esta tristeza en los ojos, es porque vengo a buscar las pruebas de nuestro amor; estas cartas, nuestras cartas, confirman lo que vivimos y no le pertenecen a nadie más. 

Luego de recuperar sus epístolas, la única correspondencia que había mantenido con su amante, se dejó llevar por la curiosidad agazapada; frente a ella, en el fondo del primer cajón de la mesita de luz, yacía un sobre enviado unos días atrás fechado el martes 6 de Julio de 1954. Aún estaba cerrado y tenía la firma del esposo, Diego Rivera. También se lo llevó. 

Antes de salir de la casa, se detuvo a la luz de la luna que tímidamente se filtraba por la ventana, y abrió el sobre; entre las hojas asomó un poema...

Fueron testigos la luz de la luna y los días viernes, los vidrios rotos y un gato noctámbulo que se lavaba sereno, mientras una sombra salía por la ventana de la casa azul, desde la otra acera de la calle Londres. 




  

Subir Montañas

No sé cuándo comencé a hacer esto, ni por qué decidí escribir sobre ello. Hace tiempo que dejé de escribir para mí, y creo que nunca he escrito para que la gente me lea o intente hacer una crítica sobre las letras que surgen como resultado de mis vivencias y desvelos. Por una simple y tal vez mediocre eliminación, me atrevería a decir que llevo un buen rato escribiendo por ella. ¿Y por qué no habría de hacerlo? 

Al fin y al cabo, si alguna vez tuve corazón, sólo fue para ella.

Y por ella llevo meses subiendo ésta montaña. Dicha montaña, cuyo nombre y localización no me han sido reveladas, se encuentra en un valle que nunca he podido ver bien, al siempre encontrarse a mi espalda. No soy una persona que suela voltear hacia atrás y por esto me es imposible describir el valle, aunque yo sé que siempre está ahí, justo detrás de mí. De frente simplemente se encuentra la enorme subida que ya llevo un buen tiempo intentando vencer; está bastante empinada y parece no tener final. Sobre mí, un cielo hermoso. Siempre he sido una persona a la que le ha gustado voltear hacia arriba para ver el cielo, y puedo presumirte que el cielo que me es regalado desde el día que he estado subiendo podría haber sido el de "Les Coquelicots A Argenteuil" de Monet. Finalmente, bajo mis pies desnudos puedo sentir ese enorme mar de pasto con algunas ramas como boyas que tapizan la enorme subida de ésta montaña. Estos son, a grandes rasgos, los pequeños detalles que adornan el entorno que me ha rodeado durante todo éste tiempo y que valen la pena mencionar por el simple hecho de existir conmigo mientras intento llegar a lo más alto de la montaña. Y ya llevo setecientos veintitrés días en esto.

Hace setecientos veinticuatro días todavía me encontraba dormido con ella bajo la sombra de un árbol justo en las faldas de la eminencia topográfica que ya he mencionado. Estuvimos durmiendo por mil ciento cuarenta y cuatro días, de los que sólo recuerdo que a ella le gustaba roncar de vez en cuando. Sin aviso ni formalidades previas, las ninfas me despertaron de mi largo sueño y soltaron nuestras manos, que llevaban tanto tiempo tomándose la una a la otra que todavía me duele la añoranza que mi mano sufre por la suya día a día. Y así las ninfas me despertaron, y yo la desperté a ella. Me vio, me besó un poco (por inercia) y luego se fue corriendo, justo a la cima de ésta montaña. Desde ese día yo subo y subo y subo para poder alcanzarla, y no voy a rendirme nunca.

Algunas veces mi desempeño es tan bueno en el arte de saltar arbustos y esquivar árboles que gano bastante terreno y puedo verla a lo lejos, aunque usualmente ella no se encuentra en mi rango de visión. A pesar de que no la vea, sé que ella también sube hacia la cima de la montaña, corriendo de mí. Yo tengo un mejor desempeño en éste juego que ella; me atrevería a decir que podría alcanzarla en tan sólo un día sin problemas. La razón por la que no lo he hecho y por la que estoy condenado a sólo verla de lejos es que al ver cómo la luz del sol escurre por su espalda desnuda y baña su piel de espuma me quedo paralizado o me tropiezo, y cuando logro recomponerme y levanto la vista ella ya no está. 

Otra razón de los atrasos en mi actividad ascendente es el hecho de que ella suele dejarme pequeños mensajes en el canto del viento o en el sonido que hacen las ramas que crujen bajo mis pies descalzos. A éstas breves y ligeras expresiones suelo besarlas, absorberlas, hacerles el amor. Todo esto sin importar la intención con la que hayan sido emitidas, porque el mensaje que ella intenta comunicarme puede ser tan ambiguo como para ir de un "te amo, extraño tus abrazos y tus suspiros, el aura que emanan nuestros cuerpos al encontrarse juntos" a algo más radical y negativo como "déjame en paz, Rodrigo, no te quiero volver a ver". Pero no importa si dichos mensajes son emitidos con el propósito de hacer que me enamore más de ella o con la intención de que de media vuelta y descienda de la montaña sin volver a verla en mi vida, lo que importa es que ella los deja porque dentro de su empresa de subir la montaña se ha detenido pensando en mí, y eso es suficiente.

No sé si algún día la alcanzaré, o si en realidad quiera hacerlo. Tampoco tengo idea de qué pasará cuando al fin lo haga, porque nuestros labios no trascenderán juntos si es a la fuerza. Pero uno no sube montañas por hacer el amor cuando llegue a la cima; uno sube montañas porque la mujer a la que ama necesita que alguien suba una montaña por ella. Y a final de cuentas, de eso se trata amar. No se trata de los cuadros de Monet o de los poemas de Cortázar por la tarde, tampoco de las noches con la alta sociedad de la ciudad o de los meses de junio en la playa. No, amar se trata de subir montañas.

Y por eso escribo para ella. Porque ésta es la única montaña que ella me ha pedido que subiera.